Tormentoso
Llevaba horas observando los mismos puntos en el espejo frente a ella. Primero, el punto exacto en el que la tonalidad de las gemas que adornaban su rostro se mezclaba con un suave manto color mercurio. El azul y el gris bailaban en sus ojos, entremezclándose eternamente y cediendo terreno el uno al otro conforme la luz golpeaba y fragmentaba sus iris; después la búsqueda continuaba hasta los diminutos lunares que se salpicaban por aquí y por allá en su faz y, por último, se detuvo por enésima vez en sus labios, finos, casi inexistentes en medio del pálido tono de su piel de porcelana. Arqueó una de sus finas cejas de pardo color y volvió a concentrarse en sus ojos. Esos orbes, armónicos en su extraña y única gradación de colores la desconcertaban. Sabía que eran herencia de su padre, un legado que se sucedía entre los miembros más acérrimos de la familia y que solo representaba – según había escuchado alguna vez – el estatus que aquella antigua casa poseía. Debería llenarla de orgullo y honor portarlos, y aún más, exhibirlos resultaría una sublime experiencia para quien se perdiera en ellos; sin embargo, distaba de sentirse honrada por taladrar a las personas con aquellos ojos suyos, al contrario, a veces le preocupaba el miedo que parecía originar en quienes permanecían observándola por demasiado tiempo. En ocasiones, como ésta, solía pensar que eran demasiado duros, lúgubres e, incluso, solía considerarlos erráticos.
¿Quién podría
fascinarse por algo tan anómalo y, a la vez, irrelevante?
“Señorita Aracne, su madre la espera en el comedor principal
para la cena” – dijo una voz, agredida por los años, desde la puerta de la sala
en la que ella se encontraba.
Pero en otras
ocasiones…
Se giró lentamente mientras sus cabellos, suavemente
ondulados en las puntas, se movieron al ritmo de su gesto. Observó de pies a
cabeza a la mujer que le hablaba, era la principal empleada de la mansión, una
mujer demasiado vieja y demasiado dispuesta a lamer el suelo por el que la
viuda y dueña del apellido familiar caminara. Asintió mientras su mirada se
detenía en los ojos marrones de la sierva, sintió como los suyos se entornaban
y, a la vez, se adentraban en la mera carne de la anciana mujer. Ésta pareció
tensarse en su lugar y el sonido de la saliva siendo tragada con dureza
reverberó en el ambiente.
“¿Se le ofrece algo, señorita Aracne?”
“¿Me temes, Dirce?” –
preguntó con aquella fina y melodiosa voz que poseía.
“¿P-porqué pregunta eso, señorita?”- un súbito y nervioso
temblor batió sus gestos.
Una sonrisa ladina adornó las femeninas
facciones del rostro de Aracne.
Ella sabía muy bien cómo utilizar aquella dote y aunque
nadie jamás le había dicho que hacer, sabía cómo penetrar las defensas de los
demás y adentrarse, si acaso era posible, en lo más hondo de la desgraciada alma
que se topara en su camino. Sabía amedrantar con solo su presencia y hacer
mella en la fuerza y el valor de sus objetivos. Sabía utilizar su herencia y
sobre todo, sabía cómo aprovecharse de ella. No podían culparla, le era
imposible controlar la fiereza de su propio poder y, usualmente, tampoco tenía
intención alguna de controlar algo.
“Tiemblas y pareces ligeramente sudorosa” – observó,
avanzando y logrando que la mujer retrocediese unos pasos.
Era fría, grande y más fuerte que su propio cuerpo. Era enorme
y negra, imponente e irascible. Era demasiado
para que su fina contextura pudiese domar la presencia de la inmensa silueta
que se cernía sobre el escuálido cuerpo de la empleada. Una sombra hambrienta y
dispuesta a aplastar a quien se pusiese en su rango de alcance. Era más
tenebrosa y sombría que cualquier otro demonio, era aquella herencia que había
recibido al nacer, el fantasma que habitaba sus ojos y el poder que dominaba su
propia esencia. Era ella y el incontrolable poder que la embargaba, la sed y el
ansía de dominar. Era innegable, una suculenta, pero terrible dote.
“Cierra la puerta al retirarte, Dirce, sabes que madre
detesta encontrar la puerta de su estudio abierta”- aconsejó la más joven
mientras con pasos llenos de gracia abandonaba la estancia.
Aracne no llegó a escuchar la respuesta de la anciana, pero
sonrió con malicia al recordar el pavor en las facciones arrugadas de la
sierva. Se retorció el gozo en su estómago mientras rememoraba las palabras que
lloriqueaba la mujer una y otra vez.
“Deténgase por favor, me asusta”.
Ah, que agradable
era soltarlo de vez en cuando. No sentir el pequeño temor al rechazo, sino
dejar que quién dormía en su interior despertase y tomase lo que necesitaba de
quien quisiese. Era tan placentero no tener que dominarse a sí misma para no
lastimar a quienes le sonreían, encantados con su gracia natural y su espíritu
alegre.
“Madre, me informaron de que requería mi presencia aquí”-
sonrió con dulzura a su progenitora y ésta devolvió el gesto, sonriendo a través
de sus ojos pardos.
“Sí, cariño mío, acompaña a tu madre ésta noche, tu abuela
llegara tarde hoy y me siento muy sola”
– el cabello de su madre, de una tonalidad castaña acariciada por suaves rayos
de sol, se movió con gracia al dirigirse a su vástaga.
“Claro, madre” – sonrió la menor mientras se sentaba junto a
ella y tomaba sus manos – “Por ti cualquier cosa”
La mayor sonrió mientras acariciaba el rostro de la joven
mujer.
“¿Y Dirce?- preguntó su madre, de pronto, con curiosidad – “Dijo
que vendría a acompañarnos una vez fuera a darte mi mensaje”
“Oh, ella dijo que se sentía un poco indispuesta y le
recomendé que se acostara, los años parecen restarle fuerzas” – respondió la
más joven, pareciendo preocupada.
La mayor asintió y acarició los cabellos casi dorados de su
hija mientras la cena era servida, pensando en cuan afortunada era por tenerla
a su lado. Aracne sonrió a su madre, profesando amor con aquellos orbes de
única coloración y desterró a la parte más soterrada de su mente el
recuerdo de la aterrada mujer, desparramada en el suelo temblando ante el espectáculo
de poder del cual ella había hecho gala.
“Como te adoro, madre”
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